INALCANZABLE
No es extraño que haya música en el aire que sentimos, mientras vamos
escribiendo, y cuando un poeta siente la música, es que lleva la poesía en la
sangre... y José Francisco Romero, influenciado por su poeta de referencia
Gustavo Adolfo Béquer, irrumpe como un canto impresionante al amor romántico. La
concepción petrarquista del amor -un sufrimiento dichoso- que embarga al poeta
y del que no puede librarse, porque estaba predeterminado a consumirse en su
fuego. Con su especialísimo prisma de las emociones, nos regala versos que
inmediatamente se convierten en la palabra que buscábamos, en la fórmula justa
que define el color de esos ojos, el olor exacto de la ausencia, el placer de
amar y sentirse correspondido o el conjuro de un “te quiero”. Estamos pues,
ante un músico que escribe o un poeta que destila música.
En su
obra literaria el poeta expresa su estado de ánimo, sus vivencias afectivas,
sus sentimientos, sus penas o sus alegrías y casi todo, por no decir todo,
alrededor del amor, y podemos ver como la poesía de José Francisco destila
tristeza, melancolía, desazón, incluso amargura.
El amor
es un tema poético que se convierte en tópico. No hay poeta que no se haya
sentido amantado por su semántica. La diferencia estriba en los distintos
tratamientos que se les ha dado a través de lírica española. Amor y poesía son
dos dualidades. Son dos conceptos que se entrecruzan, separándose. Son un par
de lazos engarzados y equidistantes. La poesía amorosa de José Francisco, es un
conjunto de chispazos deslumbradores, es una confesión pasional intensamente
vivida en contrastes y claroscuros.
Todo un salto y retirada, todo un actuar y quedarse quieto, todo un
impresionante llegar y retirarse. El querer y el renunciar al mismo tiempo.
Arde y se apaga, quema sin arder, otra vez vuelve y se va sin venir. Es una
humanidad que se disloca, que se abate en el choque con la indiferencia. Los
brazos de la amada son la cárcel victoriosa, el desdén, la libertad
esclavizada. El poeta nos muestra siempre un amor real. Es un amor de barro y
carne, de hombre y tierra, de pellizco y jadeo. Es un amor intermediario que
atrae rechazando, que disfruta sufriendo; amor cósmico con aristas, vértices y
laterales. No es un artificio, es una vivencia. Caduco como todo, eterno
como nada.
Por ello
su poesía es viva y auténtica con el alma. Es una poesía visceral, caliente y
humilde al mismo tiempo. Nuestro poeta se deja inundar por sus propios
sentimientos y por las vivencias de quienes le rodean. De ahí que su poesía sea
hija de sus desgarros, de sus heridas de amor, de penas o de profundos
zarandeos del alma sufriente o gozosa. Es en consecuencia, una poesía que no
deja indiferente a nadie, porque nace y brota a borbotones cálidos, humanos,
interiorizantes, amorosos y definitivos.
Leer a este magnífico poeta, es un ejercicio grato y placentero, porque siempre
va, a lo largo y ancho de su obra, estableciendo lazos de profundo afecto a
través de su palabra y siempre dejándose la piel del alma en cada estrofa, en
cada verso.
Los
poemas de José Francisco están construidos, cincelados para dejarse oír, para
ser cantados, para ir diciéndolos a la plena luz del día. Pero al mismo tiempo,
son versos para meditarlos en el recogimiento interior, para guardarlos en el
fondo del alma o para expresarlos en la intimidad de una plegaria.
Concluyo con un íntimo deseo hecho voto: Abramos de par en par las ventanas del
alma, mientras leemos sus poemas. Que esos aires de pureza poética y de
profunda y humana espiritualidad, invadan los más recónditos rincones de
nuestros espíritus y nos ayuden a saborear el gozo de vivir, tantas veces
mustio y agostado por los problemas cotidianos.
Por lo
demás, en cuanto a fuego, llama, fulgor, destello, luz y, en suma, cuanto
indica combustión y deslumbramiento, el lector lo encontrará en abundancia en
este poemario.
J. Alfonso Villegas
Presidente de la Asociación Malagueña de Escritores AME