LOLA
C
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ada mañana se asomaba a la terraza de su casa. Sus ojos, aún
soñolientos, delataban la noche aciaga que su cuerpo, castigado por las
veleidades del trágico deambular de los años en su persona, gritaba en un
silencio sepulcral pero vívido a la luz del alba.
Se asomaba esperanzada en que la mañana trajese de nuevo el
mejor de los regalos que, cada día, hacía que el suplicio de cada noche merecía
la pena ser sufrido, un suplicio que, al amanecer con las primeras luces del
día, pasaba del oscuro gris de lo inaguantable al claro celeste de lo deseado.
Asomarse en su balcón, cuya barandilla delataba
momentos de más lustre, era una aventura maravillosa.
Miraba a su alrededor con la esperanza de que, aquello que
la mantenía viva cada noche y que hacía que sus días fueran más soportables, de
nuevo volviera a suceder esa mañana como un milagro cuyo artificio tan solo su
espíritu reconocía.
Allí estaban frente a ella, mirando expectantes, con ojillos
penetrantes fijos, inalterables en la artífice de ese momento de felicidad para
todos, clavados en Lola.
Era el momento soñado, el momento que le daba vida a ella y
a sus visitantes.
Lola vertía entonces el contenido de su ajada bolsa de tela con
rallas rosas y blancas; vertía en el jardín frente a su balcón con una
sonrisa que le llegaba más honda en el alma que el mismísimo sol del amanecer,
a sus fieles amantes, los gorriones, las migas de pan que, a lo largo del día
anterior, había ido desmigando de los trozos de pan duro sobrantes de la comida;
una bandada de gorriones que, cada mañana, acudían fieles a la llamada de la
sabia naturaleza: alimentarse de aquellos manjares que festejaban con sus
gráciles saltitos, sabiendo que, un día más, estaba allí Lola, fiel a su
promesa divina hecha antes sus ilusiones, sus desazones, sus desalientos y
ahora su sencillez ganada tras huir del complejo e hiriente mundo en que
vivimos.
Mientras arrojaba aquellas migas murmuraba con una tierna sonrisa…
- Esta
es la verdadera felicidad: dar pan a quien lo necesita.
Lola vivía para ese milagro cada día de su vida. ¿Puede
haber algo más divino?
© José Francisco Romero
En la sencillez del relato -que no en la simplicidad- se enceuntra la grandeza del mismo.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Abrazos
Muchas gracias José. Soy de los que piensan que en las cosas sencillas, descritas sin ampulosidades se encuentra también la belleza. Abrazos
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